La escena es curiosa. Apoyado contra la barra de la cantina italiana Don Chicho, relamiéndose frente a unas fuentes con chambota, caracoles y longanizas, un hombre mayor de lentes negros y la estampa de Lucho Avilés, observa el salón con aires de Tony Soprano. “Es el secretario deportivo de Chacarita”, aclara, con mucho respeto, Adolfo Pace, uno de los dueños del restaurante, junto a su hermano Vicente, y ante la mirada todopoderosa de la madre de ambos, Coti Bustamante, alma mater de este bodegón de Villa Ortúzar.
A pocos metros del capo de Chaca está cenando Riverito, el cantor de la lotería con su único rulo en la calva, que devora unos fusillis con la mirada vidriosa. Atrás suyo tiene un póster gigante del plantel “funebrero” que logró el ascenso a Primera División en la temporada 89/90, con el Tweety Carrario como carta de gol y el Flaco Vivaldo debajo de los tres palos. Paredes descascaradas, personajes de la noche, grandes conversadores, gordos de corazón, barra bravas, famosos y actores olvidados confluyen en un espacio gloriosamente quedado en los paréntesis del tiempo.
No hay muchos lugares en Buenos Aires con la mística de Don Chicho. Está ubicado a metros de esquina de Alvarez Thomas y Plaza, muy cerca de la disco New York City, hoy devenida en boliche para solos y solas muy baqueteados, pero que siguen enamorados del amor.
BIOY CASARES, EVA PERON Y FERNANDO GAMBOA
El local fue fundado en 1922 por los abuelos de Vicente Pace, quien popularizó el lugar en las últimas décadas junto a su esposa Coti y sus hijos Adolfo y Vicente.
En sus orígenes funcionaba como el gran almacén del barrio y, con los años, se convirtió en sitio de reunión obligado de los paisanos de la zona, que hacían allí sus grandes comilonas. “Cada uno traía sus platos, se mataba una gallina y todos se sentaban a la mesa”, evoca Coti. “Don Chicho era el hermano de mi abuelo -completa Adolfo-; era un italiano con boina, pan abajo del brazo y canuto siempre atrás de la oreja, al que le encantaba bailar. Murió en 1965”.
Así fue que la esquina se convirtió en un restaurante con todas las letras, gracias a la mano mágica de Doña Filomena, madre de Vicente Pace, a quien todos recuerdan hoy como la mejor cocinera de este y otros planetas. Cuentan que Filomena le preparó de comer a la mismísima Evita, que recién llegaba a Buenos Aires para probar suerte.
Devenido en paraíso de pastas, Don Chicho se convirtió en un desfile de personalidades: pasaron los grandes tangueros de todos los tiempos, Anibal Troilo, Osvaldo Pugliese, Floreal Ruiz, Alberto Morán y también escritores como Adolfo Bioy Casares, fanático confeso del bodegón.
Hoy se mezclan, todas las noches y sin coherencia, personajes como Georgina Barbarosa, Héctor Rivoira o Fernando Gamboa, actual DT de Chacarita. Estacionan Mercedes Benz al lado de fititos y unos y otros parecen orgullosos de que los pelmazos de Palermo Hollywood no hayan colonizado aún -no faltará mucho- semejante zoológico humano. Nada de sushi, ni ‘cocina de autor’, ni ‘fusión’, ni mozas cancheras calentando al personal. En Don Chicho se come pasta. Sin vueltas. Y se paga muy poco: fusillis para dos y una porción de albóndigas (especialidad de la casa), con vino, ronda los 40 pesos por persona.
COTI BUSTAMANTE, PATRIOMONIO PORTEÑO
Es la propia Coti, sentada en una mesa que da a la calle, la que todos los mediodías y las noches amasa fusillis, raviolones y sorrentinos. Si uno pasa por ahí, la verá al pie del cañón con su máquina pastalinda y los fierritos de un paraguas en los que da forma a sus fusillis. Se la ve cansada, un poco desencantada -su marido Vicente falleció hace sólo dos años- pero con una energía especial. En el salón, hijos, nietos, hermanos y sobrinos hacen de las suyas. Es la quinta generación de los Pace la que mantiene vivo el negocio.
Tan famosa se ha vuelto esta mujer que el gobierno porteño la eligió como “artífice del patrimonio de la Ciudad”. Coti es, prácticamente, una estrella de rock: todos la miran, todos se quieren sacar fotos abrazándola y ella devuelve gentilezas y reparte sonrisas desde un cansancio genuino y emocionante. Es una suerte de mártir viviente de la pasta.
“Cuando falleció mi suegra, Filomena, me tuve que poner a amasar”, recuerda, sin resignación. Ahora se la ve tranquila, pero de a momentos se agarra fuerte con los hijos, sobre todo con Adolfo, el menos mamero. “Nos peleamos y nos amigamos en la misma noche, porque los dos tenemos personalidades muy fuertes. Yo lo echo siempre pero él no se quiere ir”, bromea. “Soy una vieja metida, pero me necesitan; cada dos por tres me dicen: ´abuela veniiii´”.
Mientras Coti añora, Adolfo va lustrando su personalidad de contador de historias. Y recuerda el cuento de Weng Ming, el chino del supermercado al que le compran mercadería diariamente. “Tan seguido venía Ming que lo hicimos hincha de Chacarita, pero cuando le dimos el carnet se asustó y llamó a China para preguntar si se podía hacer socio de un club de fútbol argentino. Hoy, cada vez que entra al restaurante, le pedimos el carnet y Ming lo muestra orgulloso”, jura Adolfo.
La pasión funebrera tiene una historia triste detrás. Los tres hijos de Coti son Adolfo, Vicente y Javier, que falleció a los 23 años. Era Javier el más hincha de Chacarita y el que fanatizó al resto de la familia. Por eso, las paredes tapizadas de rojo y negro también evocan al hermano e hijo perdido.
LOS INADAPTADOS DE SIEMPRE COMEN RAVIOLES
“A veces viene la barra de Chaca, pero se portan bien. En realidad vienen las barras de un montón de clubes, de River, de Vélez, de Argentinos Juniors, pero acá adentro se llevan todos como compañeros. A este lugar todos lo respetan porque es como un santuario”, dice. Atrás suyo hay un póster gigante del equipo campeón del metropolitano de 1969, aquel de Carlos María García Cambón y Eliseo Jorge Petrocelli, las joyas más grandes que atesora el tricolor.
Entre historias de fútbol y famosos de capa caída transcurre la noche en Don Chicho. También caen los que están en la cresta de la ola, como Eduardo Eurnekian o Daniel Vila, que hace poco hizo cerrar todo el boliche para una cena privada; o Daniel Melingo, Emanuel Horvilleur o Javier Calamaro.
Pero la familia Pace trata a todo el mundo igual y esa parece ser la clave del éxito. La pasta democratiza y dignifica. Nadie es famoso en Don Chicho. Tanto que Coti, en un momento de la nota, da por concluida la sesión de fotos y se retira con una frase contundente: “Está por empezar la novela. Me voy a ver Valientes”.
Fuente: Planeta Joy
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